Ella, todos los días a la misma hora, come sola.
Él conoce sus gustos. Le trae una cerveza fría, sin preguntar, y sabe que al fin de la comida descansa unos minutos hasta pedir su café americano.
Ella recuesta su cabeza contra el respaldo de la silla.
Él sonríe; los días de frío le ofrece un caldo fuera del menú y la regaña cuando no termina su plato.
Ella también sonríe y lía sus cigarros entre esperas como si en cada uno envolviera un sueño.
Cuando ella desaparezca, él se preguntará por qué en un descuido al retirar el postre o al alcanzarle la sal nunca se atrevió a rozarle la mano.
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